¿Será un lenguaje la luz de las luciérnagas? Acerca de la poesía de Rosa Cedrón por Fabián Iriarte





 Por Fabián O. Iriarte

Sobre “La casa de las luciérnagas”, de Rosa Cedrón

Respondo la pregunta del primer poema: Sí, “la luz de las luciérnagas” es un lenguaje. Quizás no sepamos su vocabulario, su sintaxis, su pronunciación, quizás no sepamos hablar ese lenguaje, pero ciertamente algo dicen con sus zigzags de luz, su apagado y encendido de destellos en la noche.

Siempre me fascinó y me intrigó la luz de estas “moscas de fuego” (así se las llama en inglés: fireflies). Recuerdo las “lámparas” que hacíamos, cuando yo era chico, atrapando luciérnagas y metiéndolas en una botella; no me di cuenta de la crueldad del juego hasta años más tarde. Incluso aparecen en textos filosóficos, las luciérnagas, y sirven de ejemplo de una lección ética: Ludwig Wittgtenstein aconsejaba, en sus Investigaciones filosóficas (#309), “mostrarle a la mosca cómo salir de la botella de moscas”.

¿Y en poesía? Me acordé del poema de Robert Frost, “Fireflies in the Garden” (Luciérnagas en el jardín), de 1928:

Here come real stars to fill the upper skies,
And here on earth come emulating flies,
That though they never equal stars in size,
(And they were never really stars at heart)
Achieve at times a very star-like start.
Only, of course, they can’t sustain the part.

Frost establece una analogía o paralelismo entre cielo y tierra: arriba, hay estrellas; abajo, hay luciérnagas que tratan de emularlas. Pero su esfuerzo es vano, según el poeta: se trata de una imitación fallida. No tienen el mismo tamaño que los astros superiores y, aunque a veces tienen un comienzo auspicioso parecido a las estrellas (”a very star-like start”), no pueden mantener la ficción, el “papel”, por mucho tiempo (“they can’t sustain the part”). El poema de Frost termina con una nota de decepción.

No así en este libro. Aquí tenemos, ya no una lámpara, sino una casa de luciérnagas, construida por la poeta. Cada una es un poema. ¡Cuántos poemas-luciérnagas! ¡Cuánta luz emiten!


Incluso en casos en que parece haber errores, se trata de revelaciones del lenguaje mismo, como en el poema que dice “saber arduo del veneno”, cuando uno espera la palabra “sabor” (31); pero finalmente se entiende: el veneno que da el botero Caronte al llevar a las almas de una a otra orilla es lo que otorgará el conocimiento de lo que hay más allá. El supuesto error se vuelve revelación de una verdad.

Hay aquí poemas-plegarias. Pero son plegarias en los que la hablante lírica ruega y solicita favores a divinidades particulares: “Belleza, ayúdame / caen las hojas / llueve en mi corazón” (90); “El misterio redime. / Oh Misterio ¡Redímeme!” (14).

También tenemos poemas-pedidos o poemas-gritos: “¡oh pérfidos ladrones / devuélvanme la tierra!” (21), una exclamación que me hace acordar de los tonos de Jacobo Fijman, “poeta en el hospicio”. Escucho versos semejantes a los fijmanianos: “¡Soy juglar, nací poeta! / Me lo dijeron los tréboles” (17), “En el temblor de la noche / cuando mi ser llama a su madre. […] Sálvame, el temblor me paraliza. / Madre, vuelve encanto este amanecer” (18).

A menudo el sentimiento religioso impregna esta voz lírica, como en “Un sol dorado” (27), poema-plegaria que concluye con un agradecimiento al Padre creador. O como al final del dedicado a Juan Gelman (56), que culmina con versos de un himno que se canta en las iglesias. O en el poema “El agua es buena porque apaga la sed”, que en su enumeración de los cuatro elementos (agua, fuego, tierra, aire) tiene ecos del Cántico de las Criaturas, de Francisco de Asís: “El viento es bueno porque se lleva las palabras” (85). El viento es bueno, digo yo, porque nos trajo estas palabras de Rosa.

Una de mis “molestas costumbres” al leer poesía es tratar de encontrar, en los poemas mismos, el “arte poética” subyacente (a veces, explícita) que guía la escritura de cada libro. ¿Cuál es el ars poetica de Rosa Cedrón?

Ve que “Rápido un pájaro, / pasa volando / sobre el cielo, inexplicablemente” (86), y allí se queda, extática, sin dar ni pedir explicaciones. Esta es la clave. Quizás sea eso la poesía: lo inexplicable. O también lo admirable: “Por la mañana / flores silvestres” (89), algo tan simple, tan digno de ser mirado.

Lo que se (ad)mira sin poder explicarlo. En varios poemas, tenemos vislumbres de lo que nos gustaría saber, nos acercamos a ciertos destellos o instantes de revelación captados por la mirada y el oído de la poeta.

Se interroga, por ejemplo, acerca de su propio hacer: “el canto de la lluvia es tan hermoso / que no quiero pintarlo” (95), se dice, muy resuelta. Sin embargo, de inmediato, en el poema de la página siguiente, se pregunta: “¿Cómo pintar el canto de la lluvia / o la luz / en una gota de rocío?” (96). Reconocemos ese vaivén entre temor y decisión, entre osadía y retraimiento, propio de toda artista. El pájaro que había visto en un poema regresa a otro: “cual flecha / cruza un pájaro” (100), y a otro más, y se produce la epifanía: “Canta un pájaro / es real / en ese instante entendí” (97). ¿Qué entendió? No nos lo dice; cada una, cada uno deberá pasar por esa experiencia para saberlo.

Hay una fusión, una ósmosis entre vida y poesía: “Vivir, osar vivir / palabra desnuda / entre tanto escombro” (118), una audacia para encontrar ese diamante, como decía Virginia Woolf, en el montón de tierra (“diamonds in the dust heap”). Lo que se encuentra puede ser pequeño o insignificante, pero es esencial: “Ahora tengo esto / y no tengo otra cosa que esto”, murmura la poeta en un momento de balance, en el que sopesa sus pertenencias. ¿Y qué es eso que tiene? “Pureza del manantial” (74), concluye.

En algunos poemas, la ubicación es un hospicio (110, 116), pero incluso en el “agujero de horror” hay espacio y voluntad para encontrar la belleza: “la escritora se siente en peligro”; sin embargo, “la escritura es aún serena” (103). Percibimos que este difícil equilibrio de conservar la serenidad en medio del peligro atraviesa todo el volumen.

¿Y la relación con la muerte, nuestro común destino inevitable, tema ancestral de la poesía? Aunque en algún momento la tentación de invitar a la muerte es poderosa: “yo tomaré el cuchillo celeste / para sacrificar a la humanidad entera” (116), en otro momento llegan la claridad y la serenidad, nuevamente: “¿Matar? / Vi una flor” (98), y esa simple experiencia pone todo en su lugar. “Matar o morir, / me niego a hamacarme / en esa hamaca” (67). La poeta entonces define la muerte en otros términos, más amables: “Es cerrar los ojos y dejar que el viento se lleve una rosa” (115). ¿Resignación? No. Es la sabiduría lo que ha triunfado.

Ya no se le teme a la muerte, a su aguijón, a su supuesta victoria, como en la Epístola 1° a los Corintios (15: 55), de Pablo de Tarso, que Rosa cita en el poema “Las demás causas”: “Todas estas causas fueron necesarias, / para que hoy, la luna y la poesía sean / hermanas en misterio” (14). Así, “Sentada en la rama de un manzano”, la voz poética traza su genealogía y reflexiona: “y mi corazón estalla // buscando / una voz humana / un espacio / para la creación y el amor” (50).

¿Dónde se oyen esas voces humanas? A veces, la poeta les habla directamente a algunas personas: Mario Sgarlata, su “ser amado”; sus hermanos Jorge, Osvaldo Mario, Juan Carlos, que conocemos como el Tata Cedrón. También alude a amigas y amigos que, se adivina, le han sido compañía en las buenas y en las malas.

Nos detenemos, entonces, en los momentos de introspección, de repaso de su vida, con alusiones personales: por ejemplo, el recuerdo de la idea de la “terrible participación” enunciada por Juan L. en 1951, en el poema “Una violencia” (75-76). O el poema para Elena: “En una colina de Tucumán / caíste altiva guerreando contra la muerte” (57-58). O en el dantesco “Tú, sombra sin nombre”, en que evoca a quien le ofreció el “techo de su corazón” para abrigarse. Quién sabe cuántos recuerdos y experiencias velan y develan estos versos tan alusivos. Y luego los poemas de la vida más reciente, en los que Camet (casi “un país diferente”, separado de Mar del Plata, según un amigo mío) aparece evocado explícitamente en dos poemas (14; 112-113).

Rosa es “pescadora de haikus” (40): poemas breves, enigmáticos, epigramáticos, intensos. Poemas fugaces como las estrellas y elusivos como las luciérnagas. Así la veo, así la imagino. No nos extrañe el oxímoron sorprendente (qué paradoja) de uno de los versos: “noctámbulo amanecer” (31), que se repite en la paradoja “La noche es negra como el oro” (13) y “El sol de noche colgando del manzano” (14). La noche se ilumina como si fuera el comienzo del día, un alba milagrosa. En el libro de Rosa Cedrón, la casa de las luciérnagas es el mundo, el universo, iluminado por la poesía.

Mar del Plata, 6 de octubre de 2021

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