El pasaje y otras novelas, de Adolfo Couve (por Gabriel Martino)






No son tantas la veces, aunque afortunadamente sean muchas, en que un lector agradecido da el salto que lo convierte en editor de aquello que de alguna manera ha modificado su vida.

A César Aira le debe mucho Adolfo Couve la curiosidad por su obra, fuera, y me animaría a decir, dentro de Chile.  El primero de junio de 2003 se publicó en El Mercurio una nota suya[1] que atrajo la mirada sobre ese profesor de estética que se había quitado la vida cinco años antes, y que en algún punto de su búsqueda relegó los ocres, los cadmios y los cianos por la palabra escrita, devolviéndole a la realidad unas piezas que hacían saltar la belleza por el acuerdo perfecto entre el contenido y su forma.

Para Couve los artistas eran pilas cargadas, no se sabía por quiénes, pero estaban llamados a hacer cosas y era su deber responder a ese reclamo con buenas facturas.

La última mitad del siglo XIX había tenido, principalmente en Francia, un florecimiento de la novela burguesa  como herramienta para traducir la realidad: Stendhal, Merimée, Flaubert, Renan, pero también Tolstoi y Turgueniev, fueron en gran parte los encargados de encontrar esos temas universales que, tratados con distancia, parecían escritos por todos y por nadie. Couve llamaba a ese período el siglo de oro de la prosa.

Contra todo lo que se estaba escribiendo entonces él comenzó su programa, con una primera  etapa de novelas breves que buscaban dar cuenta de ese realismo asimilado por años, pasándolo por el tamiz de la experiencia americana para devolverlo a sus fuentes.

Para Couve Borges expresaba mejor ese abrazo difícil entre América y Europa, después de la conquista, que los Macondos de García Márquez: esos vaudevilles yo no los conozco.

A fines de los 70’, cuando terminaba  de escribir El Pasaje, que no vería la luz sino diez años después, se mudó a Cartagena, en una especie de exilio interior,  donde viviría hasta su muerte.

Después de releer y releer a Couve, que parece estar corrigiéndose todo el tiempo, uno vuelve a esta novelita predilecta, atraviesa otra vez su secuencia y sale transformado por lo mismo. Es rara esa que nos gustaría llamar su perfección, si se pudiera.

La acompañan, como las otras del título, El Parque, algunos años anterior a El pasaje y El cumpleaños del señor Balande, ya de principios de los 90’, novela contrahecha o novela enana, como la llamó Adriana Valdés en su prólogo a la edición original.

El volumen de La Ballesta Magnífica tiene la fortuna de contar con un texto de Camila Couve, hija de Adolfo, que lleva como título Valentino, y siendo este el nombre del loro de nuestro autor lo inscribe de alguna forma en el imaginario flaubertiano, devolviendo al hablador amazónico al terreno de la literatura.

 

Las obras de Adolfo Couve:  Alamiro (1965), Burchard (1966), En los desórdenes de junio (1970), El picadero (1974), El tren de cuerda / El parque (1976), La lección de pintura (1979),  El pasaje / La copia de yeso (1989), El cumpleaños del señor Balande (1991),  Balneario (1993), La comedia del arte (1995) y Cuando pienso en mi falta de cabeza (2000),  serían reunidas primero en Narrativa completa (2003) y luego, con la adición de los Escritos sobre arte (2005), en Obras completas (2013).

 

Así comienza El Pasaje:

                                                                  I

    En la primera cuadra de la calle Riquelme, entrando por la Alameda, a mano izquierda, se encuentra un portón de fierro forjado que sigue, en su parte superior, la forma curva del vano que enmarca un largo y angosto pasaje al que dan una docena de casas pareadas. Todas llevan una letra esculpida sobre el dintel de la puerta. Al fondo de este recinto, la última de las viviendas hace ángulo recto con las otras. Las casas son iguales y están ubicadas al costado sur del pasaje.

    Frente a las fachadas se levanta un gigantesco muro de ladrillo que oscurece casi completamente el lugar. Al pie de éste han dejado una franja de tierra apretada y sucia, donde viven unos cuantos acantos que no reciben la luz del sol. Estas plantas soportan el polvo y las basuras que los inquilinos les barren encima.

    Las casas tienen dos pisos, cuatro ventanas y una puerta estrecha que comunica con una mampara de vidrios empavonados. No sólo la letra del alfabeto las individualiza, sino también los cañones de hojalata que desaguan la canaleta. Esos tubos van apartando una casa de la otra como las barras de compás dividen el pentagrama. Un alero común remata las doce viviendas.

    Viniendo desde el fondo del pasaje, aparece el arco del portón muy recortado por la fuerte luminosidad exterior. Sobre este portón se alza una enorme casa de tres pisos cuyos balcones miran a la calle, en tanto que las diminutas ventanas de su parte posterior, donde se hallan la cocina, los baños de servicio y demás dependencias, se abren hacia la docena de casas gemelas y la mísera guarda de plantas enfermas.

    Durante el día la verja permanece abierta y los arrendatarios van y vienen, haciendo resonar los baldosines del angosto corredor.

    En la casa grande, sobre la entrada, habitan los dueños del pasaje, quienes lo destinan para la renta. Esa ubicación les permite vigilar constantemente desde los ventanucos del servicio, la conducta de los arrendatarios. Conocen sus horas de llegada y salida, y el comportamiento de los niños. Cuando éstos gritan o se sobrepasan en sus juegos, oportunamente, desde alguna de esas ventanas traseras, se deja oír la voz estridente de una sirvienta que les lanza un improperio.

    A esta casa principal se ingresa por una puerta guarnecida con clavos de hierro, que se ubica inmediatamente después del portón de rejas. De noche, el pasaje sólo se ilumina con el resplandor de las luces interiores de las casas. Apagadas éstas, se filtra por encima del muro un débil fulgor que destaca apenas la superficie de las hojas gachas de los acantos contra la tierra negra.

    Por las tardes, cuando los niños dan comienzo a sus juegos, y sacan sus pelotas de goma y carros a pedales, las ventanas se abren y la consabida frase interrumpe el bullicio:

    -¡Cuidado con las plantas!

 


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