El que anda en bote de noche buscando a Helena (Alberto Muñoz)

 



El que anda en bote de noche no es un fantasma, es uno que perdió a su mujer y la busca.

Grita el nombre de ella desde hace tantos años que nos hemos acostumbrado.

A la misma hora, siempre, “¡Helena, Helena!” y apagamos las luces y nos vamos a la cama hasta escuchar su regreso por el río a eso de las tres o las cuatro de la mañana.

Algunos insisten en que la mujer lo abandonó por un nutriero de los esteros correntinos. La tal Helena era maestra, los chicos la adoraban, y los padres de los chicos más aún. Todos deseaban estar cerca de su mundo, que básicamente consistía en su boca, su mirada inteligente, que salía como una avioneta desde sus ojos negros, sus tetas y su modo de caminar hacia ningún lado.

Del que anda en bote de noche buscándola, poco y nada se decía.

Todo comentario, toda pasión era sobre ella. Los carpinteros, los mimbreros, los pájaros, las pavas de monte le confesaban su amor.

El nutriero fue el que más éxito tuvo, compuso para ella una litoraleña que entonó en un acto del 25 de mayo en la escuela donde Helena era maestra.

El acto contó con la presencia del alumnado completo, las maestras, los padres, el director (también enamorado) y su propio marido, el mismo que se pasea ahora en bote buscándola en la noche.

El nutriero terminó de cantar y Helena se desmayó. La causa de ese desmayo podía deberse a la emoción (nadie le había escrito antes una canción) o a la diabetes, que ya la venía maltratando. Helena, tirada en el patio de la escuela, cerca del mástil, irradiaba una belleza que confundió al alumnado, que necesitaba ver en ese cuerpo blanco y adormecido la presencia de una santa. Los chicos se arrodillaron y rezaron.

El marido estaba inmóvil, muerto de frío en un rincón, sin saber qué hacer. El único que atinó a hacer algo fue el nutriero, que la cargó en brazos hasta su piragua y partió con ella rumbo a la salita de primeros auxilios. Atrás iban en procesión algunos padres enamorados impulsados por un Yumpa, un Dorado, o por los simples remos de madera.

El nutriero llevaba mucha ventaja; la más importante era el amor de ella.

El tiempo pasó, como pasa en las islas o en los continentes, deshaciendo lo que en su momento parecía ser una historia inolvidable.

Nunca más se supo nada de Helena ni del autor de la litoraleña.

La burla de los lugareños, y la de su propio corazón, terminó enloqueciendo al marido, que se entregó al vino de cartón y a la ginebra, bebida que siempre fue matadora del hígado.

Al nutriero se lo vio tiempo después con otra a quien, según dicen, sedujo con la misma canción. De la bella Helena se supo que abandonó su espíritu educador, que no volvió a pisar ninguna escuela, que la enfermedad del azúcar la tuvo a mal traer, que se le opacó la mirada, que se le cayeron las tetas y que, ya perdida en el mundo, volvió junto a su marido, que no la reconoció, pero le permitió vivir en su rancho.

Cuando las noches de invierno salen ásperas, la bella Helena lo arropa con un poncho de vicuña que trajo de los esteros, lo acompaña hasta la orilla y lo despide en silencio.




en "La Noche", La Ballesta Magnífica, 2020.

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